Artículos - Costumbres y tradiciones
ESAS MOMIAS PISCIFORMES A LA QUE LLAMAMOS BACALAO
Y no solo bacalao, ya que como dice el refrán: «abadejo, truchuela y bacalao, todo viene a ser un mismo pescado» afirmación a la que podríamos añadir el curadillo, los cuatro nombres que usa, para referirse a ese pescado, Miguel de Cervantes en el capítulo II de su obra El Ingenioso hidalgo Don Quixote de la Mancha (1605):
A dicha acertó a ser viernes aquel día y no había en toda la venta sino unas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo, en Andalucía bacallao y en otras partes curadillo y en otras truchuelas [...].
Recordemos que los viernes, en especial los de Cuaresma, había la prohibición por parte de la iglesia católica de comer carne, de ahí que Alvaro Cunqueiro en La cocina cristiana de Occidente (1969) se refiera al hecho de que «Alrededor del bacalao ha cuajado un esplendido y católico recetario». Por eso dijo el toledano Quiñones de Benavente, en su Entremés famoso del Mayordomo (s.XVIII): «Los viernes, lantejillas con truchuelas».
Aunque hay que tener presente que como comenta Julio Camba Andreu en La Casa de Lúculo o el arte de comer (1929), no era precisamente un pescado fresco:
En cuanto al pescado de los viernes, me parece bien cuando, efectivamente, es de los viernes, pero en el interior de Castilla suele ser de los lunes o los martes... de la semana anterior. De aquí la popularidad obtenida en España por esas momias pisciformes que llamamos bacalao.
Y es que el pescado que llegaba a Castilla bajo el nombre de abadejo era principalmente, un pescado cecial ?es decir pescado seco, curado al aire?, que como podemos leer en Elogio del curadillo (1998), de Pepe Iglesias y otros autores, es producto de una combinación de «salazón, ahumado y oreo», lo cual, evidentemente, permitía una amplia conservación.
Volviendo a Cervantes y a su Don Quijote, encontramos que en la venta donde Don Quijote y su escudero arribaron para reponer fuerzas, le preguntaron a nuestro hidalgo caballero:
si por ventura comerías su merced truchela, que no había otro pescado que dalle a comer…[...] Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y trújole el huésped una porción del mal remojado y peor cocido bacallao y un pan tan negro y mugriento como sus armas.
Palabra, la de truchuela que según dejó escrito Nestor Luján en su libro Como piñones mondados (1994): «derivaba de trechar, que es abrir y salar sardinas curándolas después al aire».
Aunque Cervantes no solo nos habla de este pescado en El Quijote, sino que también lo menciona en Rinconete y Cortadillo (1613) cuando refiere la comida que disfrutan Monipodio y sus amigos: «y lo primero que sacó de la cesta fue un grande haz de rábanos y hasta dos docenas de naranjas y limones, y luego una cazuela grande llena de tajadas de bacallao frito».
Pero no solo Cervantes ha dejado constancia con su pluma de las costumbres gastronómicas de sus personajes con respecto a este pescado sino que también encontramos referencias a él, en la novela picaresca anónima Vida y hechos de Estebanillo González (1646), donde el autor, por boca de su protagonista nos dice: «Yo, por no dejar a mi amo sin comer, ni hallar por mis dineros con que encubrir el robo marítimo, arrimé al fogón la piñata llena de tajadas de bacallao». Y también está presente en literatos como Tirso de Molina, que en Quien no cae no se levanta (1636), pregunta: «¿Qué he de hacer? Cuando no halle cecial, comeré abadejo» y Pedro Calderón de la Barca, que lo incorpora en El encanto sin encanto (1688):
Pregonar, tú en remojo y seco yo
pescado, pues a la par
somos, criado y abadejo
y caballero cecial.
Y no podemos olvidarnos de Lope de Vega, que en Las mujeres sin hombres (1621) dice:
Siempre a las mujeres dejo
su honor a parte, aunque muchas,
aunque puedan comer truchas
suele comer abadejo».
Y ya para terminar hacer referencia al sainete de Ramón de la Cruz, Damas y apurados (c.1770), donde se dice que:
aunque reviente de flatos
he de hartarla de abadejo
para añadir más adelante
Ahí, en un rincón he puesto
los zapatos con más agua
que tres libras de abadejo.
El cecial, una cocina de subsistencia
A lo largo de la historia y en todas las civilizaciones ha existido el problema de preservar los alimentos, pero la imaginación humana ha conseguido resolverlo de diferentes maneras, para evitar de este modo su deterioro. Es así como surgieron técnicas como la salmuera, el ahumado o el curado. De ese modo se empezaron a conservar los productos cárnicos pero también los pescados, y entre éstos uno de ellos fue el bacalao, que durante siglos fue el único pescado de mar que, seco, llegaba a las tierras de interior y completaba la dieta de los habitantes de La Mancha, propiciando además cumplir el precepto religioso de abstinencia de carne.
Un bacalao, seco, que si nos atenemos a lo que asegura Álvaro Cunqueiro Mora en La cocina cristiana de Occidente (1969), se consumía como ajoarriero, «probablemente la más primitiva y genuina forma de cocinar el bacalao en nuestras tierras», siendo ésta «la forma propia de cocinar el bacalao de las ventas castellanas». A lo que yo me atrevería a añadir: el tiznao, ese puchero de bacalao con patatas, cebollas, tomates y pimientos. Y es que a nivel culinario, el bacalao no se consideró importante hasta hace pocos años aunque eso no quiere decir que la imaginación no hubiera ayudado a encontrar otras formas de condimentar este pescado del que Josep Plá Casadevall, en Lo que hemos comido (1972) nos dice que «cumple con su obligación, incluso después de haber sido convertido en una mercancía reseca, fibrosa y momificada».
Sabemos que es un alimento conocido desde hace siglos y como asegura Joan Corominas, en el Breve Diccionario Etimologico de la Lengua Castellana (1987) aparece en su formulación latina en Flandes por primera vez en 1163, pero como bacallao no lo hace hasta 1519, mientras que como abadejo no aparecerá hasta 1599 en el Libro del arte de Cocina de Diego de Granado: «Porque la experiencia enseña que quanto más se fríe la pescada cecial y el abadejo, tanto se hace más dura». De ahí que se apreciara más en la cazuela que no frito, por que no podemos olvidar que era uno de los ingredientes que acompañaban a los campesinos, labradores y ganaderos es su largo deambular por las tierras manchegas, un hecho reafirmado por Francisco Abad en el artículo Bacalao cecial en España (2015) en que nos dice que:
Durante mucho tiempo, parte del sueldo que se abonaba a los hatos de segadores que recorrían la meseta en tiempos de cosecha, se daba en especie y así el salario, nunca mejor dicho, era una porción en moneda y otra en bacalao cecial, que permitía hacer una comida sin problemas de transporte y conservación en cualquier lugar.
Y el hecho de ser un alimento habitual posiblemente haya hecho que, a nivel general, la imaginación culinaria se haya desarrollado a su alrededor, de ahí que Álvaro Cunqueiro Mora en La cocina cristiana de Occidente (1969) afirme que:
alrededor del bacalao ha cuajado un espléndido y católico recetario, del que los pueblos hiperbóreos, noruegos o escoceses, no tienen ni idea. Lusitanos, españoles, franceses somos los que sabemos comer bacalao y nuestras recetas ilustran los grandes compendios de la cocina occidental.
Y no solo la imaginación culinaria, sino también la literaria. Manuel Vázquez Montalbán, en Reflexiones de Robinsón ante un bacalao (1995), nos presenta a un religioso gurmet que naufraga en una isla desierta, en donde el azar hace que la corriente le lleve una caja con ciento veinte bacalaos y mientras enciende el fuego piensa en los distintos modos de poderlos cocinar. Y es que ese alimento, por su gran poder de conservación, siempre ha ido ligado a la historia de todos los aventureros, de ahí que Mark Kurlansky en el libro titulado El Bacalao: Biografía del pez que cambió el mundo (1997), repase la historia de los exploradores, comerciantes, escritores, chefs y pescadores cuyas vidas han ido entrelazadas a la de este prolífico animal. Una historia que ya refleja Juan Ruiz, más conocido como el Arcipreste de Hita, en el Libro del Buen Amor (1330-1343), obra cumbre de la literatura medieval donde se muestran las maneras de comer de los clérigos, campesinos, villanos, burgueses y nobles de la época, y en donde queda reflejada diversas recetas de cecial. Del mismo modo que aparecen también diversos preparados de ceciales en Libro del arte de cozina (1607) de Domingo Hernández de Maceras.
El ajo arriero, una receta con pocas complicaciones
Al empezar este artículo he hecho referencia a Alvaro Cunqueiro y su libro, pues bien, según asegura la forma de consumirlo era en ajoarriero, llegando a decir que es «probablemente la más primitiva y genuina forma de cocinar el bacalao en nuestras tierras». Y es que, como asegura el doctor Gregorio Marañón en el Ensayo apologético sobre la cocina española (1951), es éste un plato de castellana estirpe:
con el que se adoba el bacalao o truchuella, convirtiéndolo en bocado finísimo, a pesar del abundante ajo, siempre excelente y saludable, a pesar de su villanía; plato difícil de cocinar para quien no posea el tino empírico de su punto.
Y es que ya fuesen peregrinos, campesinos, pastores o arrieros todos disponían de tajadas rancias de bacalao que acompañaban con aquello que encontraban, configurando de este modo platos como el atascaburras, del que no se conoce su origen, aunque Miguel Espadas en su libro Vinos, platos y recetas de un manchego y gastrónomos poetas (2001) nos da una posible explicación del mismo:
En un día de crudo invierno, con viento y ventisca horrible que te azota y vapulea, a un pastor le fue imposible acercarse hasta la aldea para acopiar comestible. El hombre solo tenía para el mencionado día, dentro del aislado chozo que le servia de cobijo, la alforja semi vacía: sal, aceite, tres patatas y completando el «alijo», ajos, la raspa de un bacalao y agua fresca en un botijo. Con ingenio harto certero mezcló todo aquel conjunto hirviéndolo en un puchero; después, lo pasó al mortero, lo fue rociando de aceite y machaca que machaca logró para su deleite algo de lo que se atraca comiendo hasta el hartazón, y tras ardua digestión, se dijo: esto atasca hasta las burras.
Y el mismo Espadas añade que su nombre se lo dio un ventero una vez incorporada la receta entre los otros platos que servia:
A este guiso le dio nombre
un afamado ventero
viendo que entre los guisados
que salían de sus pucheros
este, al que aquí me refiero,
compuesto de bacalao,
tiernas patatas y huevo,
cocidas a lento fuego,
un chorreoncito de aceite
y unos ajos pedroñeros,
lo comían con gran deleite
aquellos hombres arrieros
Sea cierto o no ese su origen, seguramente no difiera mucho de la realidad. Y lo que es más cierto es que el guiso, por sencillo que fuera, gustó, ya que ha llegado hasta nuestros con pocas variantes, como el añadido del huevo duro, y ese fue el que le dieron a Ruben Darío cuando en Argamasilla de Alba le pidió a la posadera lo mismo que comía Don Quijote, según narra en su libro En tierra de don Quijote (1905), a lo que aquella le contestó «que á lo más me serviría un ajo de patatas y abadejo a la arriera, huevos pasados por agua, gachas y algún chorizo de su matanza».
Aunque el doctor Gregorio Marañon diga que es un «plato difícil de cocinar», la verdad es que no le veo la complicación por ningún lado. Por un lado hay que hervir las patatas, y luego el bacalao. Una vez ambos ingredientes hervidos, en un mortero hay que majar unos cuantos ajos. Una vez todo a punto, en un bol se mezclan los ajos y las patatas y cuando estén bien majadas le añadimos el bacalao desmenuzado y un poco de aceite y seguimos removiendo hasta que nos quede una masa espesa. Llegados a este punto ya lo podemos servir, acompañado, si queremos, de huevo duro y nueces.